martes, 17 de noviembre de 2020

Sorprendentemente, aquí sigo

Era que se adivinaba, allá donde el pueblo pesquero
entre el mar y la montaña, una sombra en el otero:

Alejado de las calles y los ruidos de la costa,
Alejandro se sentaba, evitando las bostas,
en la hierba y, apoyando su tableta de Milkybar en la bota,
su mano firme en la tierra y en las piernas su libreta,
empezaba su modesto ejercicio de poeta
y de pronto se dio cuenta: ¡No quedaba ni una gota!

Su fiel botellín de agua había agotado su paciencia.
Había pasado su tiempo, no quedaba ya otra cosa
que un cacho plástico inútil en una mochila rosa
y una lengua resecándose en una boca sedienta.

Solo entonces advirtió mi presencia en la hojarasca:
es sabido que con hambre, sed o bajas calenturas
es miopía poca traba para el ojo de criaturas
de herramientas, de motores, de gayumbos, de dos patas,
en definitiva, bestias de tesón y floritura
que marchitan nuestros bosques y que enturbian nuestras aguas,
que con aires satisfechos y egos como montañas
contaminan sus lechos sin pensarlo, ¡alimañas!
¡Despreciables subproductos de un progreso sin mesura!
¡Algún día todo el odio que sembráis sin daros cuenta
caerá sobre vuestra estirpe, no os quepa ninguna duda!

Me consuelo imaginando su eventual extinción
según se dispone, tras recogerme, el cabrón,
a arrancarme la piel para acceder a mi interior
y verterlo en su botella, ¡rico jugo de limón!

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