lunes, 12 de octubre de 2015

Empieza a hacer fresco

  Caminaba nuestra protagonista por una colina morada. Hacía bastante frío, pero no le afectaba. A la colina, digo. Nuestra protagonista estaba en bikini (cosas del patriarcado) y se estaba cagando en cristo bendito. Mientras seguía intentando recordar dónde coño estaba, cómo había acabado ahí y, sobre todo, por qué iba en bikini en pleno Diciembre, la pobre muchacha caminaba sin rumbo en busca de un rincón donde cobijarse. El viento helado había empezado a encrudecerse y empeoraba aún más su situación.

  Cabe destacar que la colina estaba que daba pena verla: Casi pelada de árboles, con pedruscos aquí y allá y ese extraño color morado que, lejos de llamar la atención, quedaba relegado a un segundo plano cuando se le comparaba con lo que esta chica acababa de encontrar.

  Los ojos como platos. Los pelos como escarpias. Los pezones como rocas. Flipando en colores se quedó la colega cuando se topó con una pequeña construcción de cemento en mitad de la nada. No era más grande que una caseta-cagadero de las de antaño, y sobre su única puerta colgaba malamente un pequeño letrero de neón que decía "Yepa!". Un hombre trajeado con gafas de sol, cara de mala hostia y el tamaño de un búfalo custodiaba la entrada.

  No había tiempo para pensar en cómo cojones podía llegar la corriente hasta allí para hacer funcionar el letrero. La pobre chica estaba congelada y, con una terrible expresión de sufrimiento en el rostro, se acercó a tan curioso escenario.

-D..disculpe...-Nuestra tiritante protagonista intentó entablar conversación, pero fue bruscamente interrumpida por su interlocutor.

-¿Entrada?

-¿Disculpe?

-¿Acaso no sabes decir nada más? Entrada.

-No.. no tengo entrada... no tengo ropa, ¿no me ve? verá, yo...

-Oye, bonita, no quiero ser un capullo, pero sin entrada no puedes... pues eso, entrar.

-No... no lo entiende... estoy perdida...-Insistía ella, desesperada.

-Como todos, hija. Pero las normas son las normas. Se me paga para estar aquí con las pelotas congeladas y negar la entrada a todo aquel que no tenga... pues eso, entrada. Mira, si tienes frío te puedo prestar un rato mi chaqueta, entras en calor y te vas por donde has venido, pero no puedo hacer más por ti. Que esto es ficción, pero te puedes ir olvidando del tópico del gigantón que al final es buena gente.


  Como es comprensible, esta respuesta no sentó demasiado bien a nuestra protagonista. Muerta de frío, en medio de ninguna parte, sin recuerdo alguno que le indicase cómo había acabado en una situación tan dramática, y con el gorila hijo de la gran puta este que no tenía pensado dejarla entrar para protegerse del gélido viento que empeoraba por momentos. Tenía que hacer algo, y rápido. Empezaba a pensar que su vida corría serio peligro si no tomaba una decisión cuanto antes. Volver por donde había venido no era una opción, era un camino largo y sabía que allí no le esperaba nada agradable. No. Necesitaba entrar en esa misteriosa cabaña, era el único modo de no sucumbir al frío penetrante que entumecía sus músculos y dolía como un millón de agujas.

  Levantó la mirada con lágrimas en los ojos. El segurata, sin inmutarse, permanecía ahí parado, con los brazos cruzados y una expresión vacía e implacable.

  Se acabó. No podía más. Sabía que lo que iba a hacer era terrible, pero no se pudo permitir dedicar más tiempo a pensar en ello. Tenía que sobrevivir a cualquier precio, era una situación desesperada. Simplemente, actuó. Hizo lo que tenía que hacer. Lo único que podía hacer.

  La suerte y la sorpresa estuvieron de su lado. La cabeza del segurata impactó bruscamente contra la pared y su cuerpo se deslizó inerte hasta caer al suelo, dejando en la pared un rastro de sangre azulado. Ella se dejó caer de rodillas, aterrorizada por lo que acababa de hacer. Ni yo mismo, como narrador, sabría decir si temblaba más por el frío o por el miedo que la invadía al descubrir de lo que era capaz si se daban las circunstancias. Tras unos instantes que parecieron eternos, reaccionó, volvió en sí misma y trató de abrir la puerta. Cerrada. Tal y como se estaba temiendo, ahora se veía obligada a registrar el cuerpo sin vida del gorila trajeado.

   Enorme. Colosal. Ciclópea. Pocas palabras pueden describir lo grande que es mi polla fue su sorpresa cuando se fijó mejor en el segurata*. La grieta que se había abierto en su nuca dejaba entrever un montón de lucecitas que brillaban con un misterioso azul eléctrico. Como es lógico, y actuando como lo haría cualquiera en esa situación, nuestra protagonista agarró firmemente mi polla la cabeza del difunto y, usando las pocas fuerzas que le quedaban, agrandó más y más la grieta hasta abrir lo que, descubrió, se trataba en realidad de una tapa**. Dentro de la cabeza había un montón de circuitos eléctricos y dispositivos extraños que emitían las luces de marras.

  La olla de la pobre mujer que nos está brindando esta historia tan extraña parecía no dar más de sí. Decidió, involuntariamente y por el bien de su salud mental, ignorar por un momento el descubrimiento que había hecho y seguir registrando el cuerpo. Tras mucho buscar y rebuscar, encontró una pequeña llave brillante en un bolsillo de la chaqueta, que luego procedió a ponerse para abrigarse mejor. Y cuando digo brillante va en serio, gente. La llave brillaba de una forma increíble, casi parecía provenir de otro mundo, de otra dimensión, o qué se yo, tal vez de algún pueblo costero donde los lugareños pongan especial atención a la limpieza de sus llaves.

  Sin pretender alargar de más esta historia, nuestra protagonista fue rápidamente a abrir la puerta, forzando costosamente cada movimiento debido al entumecimiento que le estaba causando ese infierno helado. Lo que se encontró dentro superó todas sus expectativas.

  La puerta daba paso a un pequeño recibidor que, a su vez, conducía a unas escaleras cubiertas con una preciosa alfombra roja de terciopelo que bajaban y se adentraban en lo que parecía ser una compleja y trabajada excavación en la colina. Sin salir de su asombro y acojonada por lo que se podría encontrar, nuestra amiga decidió bajar las escaleras. El largo pasillo al que estas conducían estaba muy bien iluminado, decorado con un gusto exquisito y aclimatado para comodidad de quien fuera que frecuentase el lugar. A cada paso sentía finalmente que su cuerpo dejaba de temblar y que sus músculos volvían a responder.

  Tras avanzar unos metros más empezó a escuchar un ruido extraño que provenía del final del pasillo. Según caminaba y se acercaba más a la fuente, la muchacha podía distinguir mejor de qué se trataba, y finalmente no hubo duda posible: era una multitud, aparentemente una enorme multitud de gente, gritando como si no hubiera un mañana. Al darse cuenta de esto, se detuvo en seco. No sabía qué cojones se iba a encontrar al final del pasillo, pero sabía que los gritos no suelen indicar nada bueno. Pero "¿Sabes qué? A la mierda." Decidió seguir caminando y enfrentarse a lo que el destino tuviera reservado para ella. Ya no sentía dolor, ya no tenía frío. Solo un miedo terrible que poco a poco era aplastado por una determinación que crecía por momentos.

  Caminó hasta toparse con una puerta doble. Era el final del pasillo, y las voces podían oírse con una claridad cristalina, provenientes del otro lado. No eran gritos de dolor, para su alivio. Más bien parecían gritos eufóricos, incluso se distinguían chillidos como los de una quinceañera estúpida en un concierto de Justin Bieber. ¿Sería eso? ¿Un concierto? No podía ser, ¿Qué sentido tendría que se estuviera dando un concierto bajo tierra? ¿Qué cojones pasaba? Harta de tanto misterio y tanta mierda, la muchacha abrió la puerta doble y cruzó el umbral con paso firme y decidido.





  Vaya si había un concierto. De Korn, concretamente. A sus lados, la sorprendida mujer contempló gradas enormes llenas de gente que gritaba y saltaba emocionada. A lo lejos, agolpándose frente al mayor escenario que había visto jamás, una marabunta de miles y miles de jóvenes alocados chillaba histérica mientras sonaba la música de los payasos esos.



"Pero qué cojones..."

  Y despertó por fin. Abrió poco a poco los ojos y contempló a sus amigos, reunidos a su alrededor. Parecían preocupados, y se aliviaron cuando vieron que recobraba la consciencia. Uno de ellos tuvo la magnífica idea de apagar la radio y "Freak on a leash" dejó por fin de sonar. Según se iba incorporando en el suelo se fue dando cuenta de que estaba de vuelta en el salón de su casa. Cálido, acogedor, lleno de amigos y conocidos. El cambio era de agradecer, desde luego.

-Oye, Carmucha, siento lo del vestido. El imbécil de Ramón García te tiró la copa encima sin querer. Te juro que nadie te ha visto, Menchu te llevó a la habitación y te cambió de ropa. ¿Estás bien? Nos has dado un buen susto.

  Suso ayudaba a Carmucha (joder, al fin la puedo llamar por su nombre) a levantarse mientras soltaba toda esa mierda que poco o nada importó cuando ella se miró el brazo y terminó de recordar qué había pasado.



-



  Nunca más volvió a chutarse cosas raras. Desde ese momento, solo alcohol y cocaína, cosas naturales. Carmucha fue mucho más feliz desde entonces.







*: Perdón, no he podido evitarlo.
**: Buah, vale, ahí sí que me he pasado.

viernes, 9 de octubre de 2015

Tengo sueño

-Estoy orgulloso de reunirme con ustedes hoy, en la que será la mayor manifestación por la libertad en la Historia de nuestro país.

-¿Ah sí?

-Sí, escucha: Hace cien años, un gran estadounidense, cuya simbólica sombra nos cobija hoy, firmó la Proclama de la Emancipación. Este trascendental decreto fue como un gran rayo de luz y de esperanza para millones de esclavos negros, chamuscados en las llamas de una marchita injusticia. Llegó como un precioso amanecer al final de una larga noche de cautiverio. Pero, cien años después, el negro aún no es libre; cien años después, la vida del negro es aún tristemente lacerada por las esposas de la segregación y las cadenas de la discriminación; cien años después, el negro vive en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de prosperidad material; cien años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la sociedad estadounidense y se encuentra desterrado en su propia tierra.

-Bueno, eso lo dirás tú. Mejor cierra la puta boca, anda, que no sabes lo que estás diciendo.

-Pero...

-Que te calles, plasta, que eres un plasta. Cojones ya.

-Mariano, deja en paz al muchacho, por favor te lo pido.

-¿Y usted quién es?

-Cállese, joven, estoy hablando con mi marido.

-Pero Maricarmen, ¿Para qué te metes en la conversación? ¿No ves que esto está siendo un diálogo por escrito y la gente no se va a enterar de quién está hablando? A algunos ya les cuesta cuando solo hay dos personas, imagínate con tres.

-Uy, perdonad, chicos, no sabía que estábais leyendo. Nada nada, seguid, seguid.

-Hola, buenas tardes, traigo un paquete para el señor... dejenme ver... Kurt Ferdinand Friederich Hermann von Schleicher.

-Lo que faltaba.